Juzgar a una persona es un derecho del que nos apoderamos injustamente.
Ya que el juzgar no involucra presentar una solución como la crítica o el consejo, su fin es catalogar, dictar sentencia y destruir lo que se oponga.
Pero ¿existe, acaso, un ser mejor a nosotros mismos para aconsejarnos en el momento preciso, uno que adivine nuestros deseos, mucho antes de ser formulados y produzcan su efecto tentador, para alejarnos del mal? Y si nuestra personalidad, en un principio, no fue más que nuestros íntimos deseos ¿ese alguien no debería estar dentro de nosotros aún antes, entonces, del principio, del primer sentimiento?
En efecto, ese ser debería haber estado siempre donde nosotros estuvimos, exponerse exactamente a lo mismo desde el mismísimo comienzo.
Pero si así fuera, ¿acaso él no sería igual a nosotros pues se habría apoderado de nuestra existencia? ¿Sus deseos no hubieran sido moldeados por el mismo entorno para alcanzar la misma personalidad? Y bajo la misma moral, se transformaría, pues, en nadie más que en nosotros mismos.
Remítome a los hechos, finalmente, para afirmar que entonces, él hubiera tomado las mismas decisiones.
Juzgar a una persona es un derecho del cual nos apoderamos precipitadamente.
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